Mercaderes de la salud: el caso del Hospital de Torrejón
Editorial
La reciente filtración del audio del CEO del grupo Ribera Salud ha generado un revuelo mediático considerable. Éste grupo, bajo la modalidad de concesión administrativa, viene gestionando el Hospital Universitario de Torrejón (Servicio Madrileño de Salud-SERMAS). Para quienes llevamos años observando las retorcidas artimañas de la externalización sanitaria, la gestión indirecta y los modelos de colaboración público-privada, ésto no es ninguna sorpresa. Es, simplemente, la confirmación de una sospecha que ya era certeza, la constatación de un peligro que afecta a la totalidad de las entidades de gestión privada.
En dicho audio, se instruía a los directivos para priorizar la asistencia de pacientes de fuera del área asignada (cuyo tratamiento se factura aparte) en detrimento de los ciudadanos de Torrejón de Ardoz, por quienes la empresa recibe una cápita fija anual. El objetivo declarado era alcanzar un beneficio de cuatro o cinco millones de euros. Más inquietante aún fue la instrucción de emplear la práctica monstruosa de la «selección adversa de riesgos» (seleccionar a los pacientes que menos gastos generan), evitando aquellos procesos clínicos complejos que, en palabras del directivo, «nos perjudican», así como reutilizar material de un solo uso.
¿Cuántas personas habrán fallecido o habrán visto su salud empeorar irreversiblemente por no ser «rentables»? ¿Cuántas vidas se han apagado esperando en una lista diseñada no para gestionar la necesidad, sino para maximizar el beneficio? No estamos hablando de errores médicos, sino de decisiones deliberadas. Estamos hablando de corrupción moral.
Este episodio en el que se escucha el crujido del sistema rompiéndose, más allá del escándalo puntual por el descaro y la crueldad de estas expresiones, nos obliga a reflexionar sobre las costuras del modelo amparado por la Ley 15/1997 ¿Es compatible la lógica de maximización de beneficios a corto plazo con los fines del Sistema Nacional de Salud?
El Hospital de Torrejón es uno de los hospitales públicos con gestión privada que operan bajo el amparo de la Ley 15/1997. Una ley que abrió la puerta trasera a «nuevas fórmulas de gestión», permitiendo que la salud, un derecho fundamental, se vista con el traje de la oportunidad de negocio. Vendieron la idea con una simplicidad triunfalista, aprovechando lo mejor de ambos modelos: la eficiencia y productividad del sector privado, con la búsqueda de los intereses generales del sector público.
La teoría político-administrativa justifica las concesiones bajo la premisa de que el sector privado aporta eficiencia y asume el «riesgo y ventura» de la explotación. Se supone que el inversor privado arriesga su capital a cambio de la gestión, y eso justificaría el beneficio. Sin embargo, la realidad de los últimos años nos muestra un juego trucado que desmiente el principio básico de la contratación pública. Y más allá de los contratos opacos y de la ingeniería financiera, hay un coste humano que no aparece en los balances.
El caso de Torrejón, que en su momento fue beneficiada con un rescate millonario de 33 millones de euros, o las disputas en la Comunidad Valenciana (donde sentencias judiciales confirman deudas millonarias de la concesionaria hacia la administración), demuestran que el riesgo es asimétrico. Cuando la concesión es rentable, el beneficio es privado; cuando el equilibrio financiero se rompe, ya sea por innovaciones terapéuticas no previstas o situaciones extraordinarias, se invoca a la mano salvadora pública su responsabilidad patrimonial. Es la primera página del manual, la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas.
Nos encontramos ante una distorsión donde la Administración pierde el control estratégico y queda cautiva de una asimetría de información: el gestor privado posee mejores datos sobre la actividad real que el Ente público que debe fiscalizarlo. Esta falta de supervisión efectiva, sumada a pliegos de contratación con lagunas regulatorias, crea un escenario de inseguridad jurídica y desprotección del interés general.
Es fundamental demoler el mito de que la gestión privada es intrínsecamente superior en términos clínicos. Hoy sabemos que los pocos trabajos que incorporan indicadores de resultado final y de calidad indican que no hay diferencias significativas en términos de adecuación, seguridad, eficiencia y efectividad clínica entre la gestión pública directa y la indirecta a través de un operador privado. Lo que hay es una diferencia abismal en los objetivos, y donde destaca el modelo privado es en la medición de la productividad (mucho más fácil de medir que la calidad), y el marketing.
Sabemos que el mercado no sirve como elemento regulador en sanidad. Que la «libre elección» que tanto se predica en Madrid se revela como una falacia: no eres tú quien elige al hospital; es el hospital el que te elige a tí si eres rentable. Si no lo eres, te conviertes en un número más en una lista de espera engrosada dolosamente.
El sistema público adolece de burocracia, a menudo abandono, y una gestión deficiente. Pero la solución no pasa por externalizar el «núcleo duro» de la asistencia sanitaria, perdiendo competencias esenciales, sino por transformar la administración desde dentro. Cuando la productividad se mide únicamente en términos económicos surgen perversiones como la mencionada «selección de riesgos». Se aprovechan de la asimetría de la información, de una Administración que, por dejación de funciones o complicidad, no controla ni supervisa, y permite que el concesionario tenga mejores cartas que el propio Estado. Si un hospital público selecciona a sus pacientes basándose en la rentabilidad de sus patologías y no en la necesidad clínica, se quiebra el principio de equidad y universalidad.
La gravedad del asunto aumenta al conocerse el despido de directivos que, haciendo uso del canal ético, alertaron sobre estas prácticas. Esto sugiere una cultura corporativa donde la lealtad al accionista prima sobre la deontología y los derechos del paciente.
Recuperar lo esencial
La crítica al modelo de concesión no debe interpretarse como una defensa del inmovilismo en la gestión pública directa. Necesitamos transitar hacia una modernización del sector público adoptando sistemas de planificación y gestión del conocimiento orientados a resultados de salud, no sólo a resultados económicos. La gestión debe basarse en la evidencia, sustituyendo las creencias ideológicas o las inercias del mercado por datos que midan el valor real aportado al ciudadano, protegiendo las competencias esenciales de la sanidad. Necesitamos transparencia real, y directivos enfocados en la mejora de la salud poblacional.
El audio de Ribera Salud no es solo una anécdota; es una advertencia final. Si la Administración renuncia a gestionar y recuperar el control de nuestra sanidad, y se limita a ser una pagadora pasiva, se expone a la corrupción y al deterioro del servicio.
La Administración debe de dotarse de los medios necesarios y de las formas de gestión que garanticen los principios de justicia que contemplan a la salud como un derecho. Necesitamos una Administración que deje de ser cómplice de su propio desmantelamiento.
OSALDE

