La privatización del malestar
Fuente: Manuel Desviat en VientoSur
«La locura [el sufrimiento psíquico] no es más que la expresión de aquello que nos oprime y que no podemos digerir. El confinamiento agrava todas estas circunstancias. Hay casas en las que se respira mucha violencia y en las que nadie desearía estar encerrada. Hay personas muy solas. Hay gente en situaciones de extrema pobreza y gente que la ve venir por la ventana. También se agudizan las diferencias de clase, no parece bueno para la salud mental confinarse en una casa pequeña, sin calefacción, sin luz, o teniendo que compartir habitación con varias personas.»
Carmen Cañadas (primera vocal, 2020)
Dos consecutivas catástrofes, acontecimientos inmersos en la totalidad de lo social, han hecho temblar los pilares del sistema político financiero en poco más de una década, mostrando el fracaso del modelo civilizatorio en el que vivimos. En la Gran Recesión, el colapso económico se resolvió con políticas de austeridad en los servicios públicos, el apoyo de los Estados a los bancos con dinero público y medidas contenedoras de la protesta social que erosionaron la legitimidad democrática y favorecieron el crecimiento de la extrema derecha en todo el mundo, al tiempo que aumentaban el número de multimillonarios y desmedidamente la desigualdad, la precariedad y la pobreza. No repuestos aún de esta catástrofe, una epidemia vírica, altamente predecible, convertida en sindemia por la ineptitud del sistema político-económico mundial para prevenirla y hacerle frente, ha mostrado la fragilidad de los sistemas sanitarios, de la salud pública y de la seguridad social de los que hacían gala los países más desarrollados, colapsando no solo la sanidad, sino la sociedad toda, mostrándose incapaz de garantizar la protección de la vida, en especial de las poblaciones más débiles. El ideal de sujeto neoliberal, autónomo y suficiente en su individualidad, se ha visto incompetente, desprovisto del lazo social, despertando en una mayoría de la población una gran incertidumbre, desconcierto y miedo sobre el futuro. El extendido consenso en Occidente de que no hay alternativa al neoliberalismo, “el sistema menos malo de los posibles” según algunos líderes de la izquierda socialdemócrata, empieza a ser cuestionado. Se ha perdido la ciega confianza en la mejora progresiva de las condiciones de vida y en las condiciones de habitabilidad de un planeta. El Estado neoliberal no garantiza la seguridad que su contrato social dice asegurar ni un porvenir de progreso. La gestión de la crisis financiera y de la pandemia está demostrando que a los gobiernos neoliberales, liberados de las ataduras que le imponía el Estado del bienestar, no les preocupa asegurar la seguridad física y la salud de las y los ciudadanos tanto como la acumulación del capital. Y menos todavía les importa el malestar de la gente, sobre todo de la más vulnerable, la dañada por el propio sistema de producción y formas de vida, siempre desechable.
Si la crisis financiera precarizó el trabajo y la democracia, reduciendo drásticamente los servicios públicos, empobreciendo la salud e incrementando el malestar de una gran mayoría de la población, la incapacidad de los Estados en la gobernanza de la pandemia covid-19 pone en peligro la vida. No debería extrañar a nadie. La pandemia ha pillado desarmados a unos gobiernos y unos organismos internacionales que vienen ignorando la salud pública, las herramientas de la epidemiología, la atención primaria y el trabajo social comunitario, en beneficio de una sanidad centrada en complejos empresariales hospitalarios tecno-fármaco dependientes, cada vez más en manos de fondos de inversión, fondos buitres donde prima la ganancia y donde no cabe la equidad, la solidaridad o la simple compasión. De ahí las muchas muertes en las residencias e instituciones totales en todo el mundo, de ahí el ninguneo de las patentes de la vacuna o una política preventiva despreocupada de las condiciones de vida de buena parte de la población, la población más vulnerable o aquella que la pandemia hace más vulnerable, la tremenda desigualdad en las posibilidades de vida, hábitos, trabajos y viviendas insalubres, existencias no vivibles.
El hecho es que la pandemia covid-19 viene a golpear a unas poblaciones precarizadas tras varias décadas de regresivas políticas laborales, recortes de los servicios públicos, de la sanidad y las prestaciones sociales, cuando más falta hacían. Esto obliga, si se quiere preguntar por el malestar causado o por causar debido a la pandemia, a tener conocimiento del malestar previo, a saber, del sustrato de la vulnerabilización, de las causas estructurales del sufrimiento social y psíquico en las formas de vida de la sociedad actual. Para muchos, esa cara oculta del neoliberalismo que la covid-19 viene a desnudar. Pues las consecuencias sobre el malestar y el sufrimiento psíquico ya estaban determinadas y las secuelas van a depender de qué respuestas se den en el ámbito político-económico, en cómo se va a gestionar por el capital el destrozo civilizatorio, ecosocial, para garantizar su supervivencia o de qué manera la sumisión-aceptación del orden establecido de la ciudadanía va a quebrar, estableciendo un contrapoder e incluso, más allá de los relampagueos de las revueltas de la indignación y la rabia, el comienzo de la subversión de las actuales relaciones de producción y poder.
El sustrato previo. La privatización del malestar
En 1992, la periodista Lynn Payer inventa el término disease mongering, la mercantilización de las enfermedades. Crear enfermedades donde no las hay, convirtiendo en pacientes a personas sanas. Ya Ivan Illich había alertado en los años setenta de la construcción de seudoenfermedades, y por entonces el psiquiatra Thomas Szasz cuestionó la nosología psiquiátrica en El mito de la enfermedad mental y en La fabricación de la locura. De hacer fármacos para gente sana se pasa a construir enfermedades en colaboración con paneles de expertos psiquiatras y de los medios de comunicación. Se refiere como enfermedad situaciones que comportan dolor, tristeza, desánimo, insatisfacción o frustración, que pierden su carácter de normales requiriendo la atención médica.
El gigantesco poder de la empresa farmacéutica se apodera del discurso médico y de los tratamientos
Hubo un tiempo en que los sentimientos de desasosiego o infelicidad, que hoy acaban diagnosticándose de ansiedad o depresión, fueron tomados como parte del orden natural de las cosas, mas hoy, una vez convertido todo en mercancía, está abierta la puerta a la medicalización del malestar y a la construcción de seudoenfermedades. El gigantesco poder de la empresa farmacéutica se apodera del discurso médico y de los tratamientos. La depresión convertida en una pandemia mundial gracias a los antidepresivos es un buen ejemplo. Ya no es la demanda del enfermo lo que define el campo de acción de la medicina. Temas tales como la sexualidad, la escuela, el ocio, la delincuencia, se han convertido en ámbitos de frecuente intervención médica. Trasformado todo malestar personal o social en una cuestión médica, no existe ni responsabilidad del individuo ni de la sociedad. Las neurociencias van a certificar las causas últimas y la farmacología el tratamiento. Al fin y al cabo, no hace tanto tiempo que se vinculaba científicamente la criminalidad, y hasta la pobreza, a la degeneración orgánica, hereditaria. Por consiguiente, el encargo social de reparar el malestar recae en la medicina, muy especialmente en la psiquiatría y la psicología. Lo que supone intervenciones diagnósticas y terapéuticas no solo ineficaces, sino en buena medida iatrogénicas.
La introducción en los años ochenta del siglo XX de nuevos medicamentos en la farmacopea psiquiátrica, no necesariamente más eficaces, pero sí mucho más caros (antidepresivos como el publicitado Prozac o antipsicóticos de nueva generación, estabilizadores del ánimo, estimulantes y ansiolíticos), colonizaron el discurso psiquiátrico. Un supuesto fallo neuronal sustituye a la clínica y a la psicopatología. El fármaco se vuelve bala de plata, ofertando soluciones a los problemas de la existencia: del amor, el odio, el miedo, la tristeza, la timidez, la culpa, cuando no el desempleo, la rabia y la humillación. Unos cuantos criterios estandarizados y un vademécum universal sirven para atender el sufrimiento psíquico, igual sea en Oslo o en Singapur. La epistemología y la práctica psi se pueden resumir en tres palabras: Un síntoma (un malestar), un diagnóstico (CIE; DSM 1/ de dudosa fiabilidad) y un fármaco (relativamente inespecífico). Queda fuera la subjetividad, la biografía, la determinación social. Distraerse fácilmente, olvidarse con frecuencia de cosas, soñar despiertos, corretear mucho, es suficiente para construir un diagnóstico en la infancia, el trastorno por el déficit de atención e hiperactividad (TDAH), fabricando una enfermedad (y una adicción) que ha multiplicado por cientos de miles la venta de estimulantes en pocos años para ¡tratar!, en la inmensa mayoría de los casos, comportamientos habituales de la infancia. Y mostrado un camino para resolver (taponar), en adelante, pequeños o grandes conflictos con todo tipo de estimulantes y estupefacientes.
Está sucediendo en la pandemia de covid-19, pues la psicologización del trauma se ha impuesto como una de las primeras medidas ante un desastre. Voceros de la psicología y la psiquiatría están propagando desde el inicio, machaconamente, que vamos a entrar o hemos entrado ya en una pandemia de salud mental, convirtiendo en síntomas reacciones normales –estrés, ansiedad, insomnio…– ante situaciones anormales. Lo que no presupone que no haya cierto incremento de trastornos mentales o de empeoramiento de patologías preexistentes. Pero es esta promoción irresponsable que puebla los medios de comunicación la que sí puede ocasionar una epidemia de salud mental, patologizando malestares y ocurrencias inusuales, medicalizando el miedo y evitando el despliegue de las defensas individuales y colectivas. Privatizando, en suma, el estrés.
Una privatización del malestar que la acción neoliberal de los gobiernos, con la ausencia de una doctrina sanitaria, de salud pública y servicios sociales orientada al bien común, va a posibilitar. Desde finales de los años ochenta hay un proceso de mercantilización de la medicina, convertida en una importante fuente de riqueza (supone una ganancia segura para los fondos de inversión en tiempos de turbulencias de los mercados), a la par que la salud muda en mercancía travestida en infinidad de objetos de consumo. Hay un incremento exponencial en el consumo de salud que no se corresponde con un aumento semejante del nivel de vida de la población, ni ha reducido las desigualdades en la discapacidad y la enfermedad. El país que más gasta en salud, Estados Unidos, es una de las naciones con peor salud del mundo desarrollado y la única de los países desarrollados carente de un sistema público de salud.
Sin que podamos dejar de lado el cuidado de la salud como herramienta de normalización y procedimiento de control social. Entendiendo por normal aquello que dictan los intereses del capital. Qué comer, cómo vestirse, juntarse, ser saludables… Las normas estandarizadas se multiplican al tiempo que avanza el proceso que Foucault denominó de “medicalización indefinida” (Foucault, 2008).
La medicina se impone al individuo, enfermo o no, como acto de autoridad, y ya no hay aspecto de la vida que quede fuera de su campo de actuación. El cuerpo y la mente se convierten en espacios de intervención política. En este tiempo donde los poderes económico-políticos se inmiscuyen y regulan cada ámbito de nuestra vida, donde la vida es cualquier cosa menos algo espontáneo, donde reina la alienación social y la enajenación de lo íntimo, donde se medicaliza el sufrimiento social –desahucios, desempleo, pobreza–; donde se excluye o medicaliza la diversidad y se psiquiatriza el crimen, la conducta canalla. La mercancía sustituye a la moral, a la conciencia social y política, la persona ciega a los avatares colectivos, encadena su vida a la trampa de una competición sin fin. Una existencia donde impera la manipulación y el engaño del sea positivo, usted puede, sea feliz. Las estafas de cierta autoayuda, que no es el cuidado de sí ni de los otros, sino procedimientos de integración y aceptación del orden social, el engaño de la superación individual de los problemas de la existencia a través de pócimas y recetas edulcoradas con la firma de supuestos expertos, que pretenden reducir el propio esfuerzo de la persona en la resolución de las dificultades de la vida, convirtiendo la complejidad de las vicisitudes humanas en una simplona cuestión de buenas y malas personas, de buenos y malos consejos. Empatía y empoderamiento al alcance de todos. Una estafa de la que viven gurús y medios, sectas y publicaciones, predicadores del buen vivir, del buen afecto, del bien amar, del bien pensar (Desviat, 2021).
De la represión al ¡hágalo ya!
El hecho es que en las poblaciones con poder adquisitivo del mundo globalizado el malestar ya no se traduce, o no solo, en las patologías de la supresión, de la ocultación, de lo reprimido, que describiera Freud, y que dominaron el pensamiento del pasado siglo. Se impone el hágalo ya, el paso al acto, la inmediatez de la acción. La desmedida demanda de atención psicológica, que abarrota las consultas de salud mental y los gabinetes privados, responde sobre todo a problemas de una existencia huera de sentido, atravesada por la futilidad o banalidad de un deseo que falsifica y cosifica de continuo personas y cosas. Son lo que se viene llamando patologías del vacío: adicciones, anorexia, bulimia, trastornos mentales comunes, trastornos de personalidad, fibromialgias… Malestares que en el caso de traumas colectivos, como el de la pandemia covid, se ven agravados por las múltiples crisis sobrevenidas, por el miedo a un futuro incierto en los más jóvenes, la pérdida o la amenaza de paro en la media edad, la miseria de las pensiones y de las residencias de mayores, a los que van a sumar las penalidades del confinamiento, sobre todo en casas de precarias condiciones, la difícil conciliación laboral, la contumaz violencia de género, etc. Malestar social, que se trasmuta en físico o psíquico, cuyo cuidado o reparación no puede estar solo en los profesionales de la medicina o la salud mental. Ni ahora durante la pandemia vírica ni antes de la covid. Hay una determinación social, económica, política; una alienación estructural del capitalismo que sobredetermina el malestar. Un malestar que se individualiza e interioriza.
Malestares que en el caso de traumas colectivos, como el de la pandemia covid, se ven agravados por las múltiples crisis sobrevenidas
El capitalismo, en cuanto necesita de la sumisión de la mayoría, va a convertir la alienación social y subjetiva en una especie de ley natural, con la que pretende garantizar su reproducción indefinida. Lo normal deviene habitual y lo habitual se confunde con lo natural que a su vez se identifica también con lo racional, bucle en el que las contradicciones se desvanecen: realidad e idealidad se enredan, saber e ideología se confunden. La persona queda atrapada, su conciencia se niega a sí misma, como si la vida no fuera cosa suya. Sumisión a los valores de la clase hegemónica que ha sido estudiada como disciplinaria en la biopolítica de Foucault, o como dependencia psicopolítica por Byung Chul Han. El caso es que sea a través de la normatividad disciplinaria, sea por la manipulación psíquica y dominio de las tecnologías del yo, el capital se adueña del imaginario colectivo. Los gestores del capital, sabedores de la discrepancia entre las formas de existencia que promueve y las posibilidades reales de vida de la población a la que someten, necesita de un sujeto identificado con la ideología de los mercados, un ser que contribuya al mantenimiento del sistema aceptándolo como propio. Necesita un sujeto sometido a través del asentimiento y de la culpa. Aceptación del ideal de vida y culpa si no alcanza los beneficios que le dice el sistema que puede obtener.
Culpa en cuanto el sistema hace responsable al descontento de su malestar, al no meritorio de no ser meritorio, al pobre de ser pobre, al enfermo de estar enfermo. Cuando no busca un enemigo, proyecta en otro las causas del malestar: el migrante, el comunista, el de otra raza, religión o credo político. Mentiras que tejen el universo simbólico, falsa conciencia que encubre una vida huérfana del lazo social, una nuda vida. Interpretación engañosa de la realidad que en momentos de crisis social puede llevar el descontento a la comunión con el caudillo salvador y el Estado autoritario, supuestamente protectores (Desviat, 2020).
Desde Marx sabemos que la sumisión está anclada a la situación material de alienación de las fuerzas de trabajo, pero también, y sobre todo hoy, por la estructura ideológica de la sociedad que penetra por todos los resquicios de la vida cotidiana e identifica a la inmensa mayoría con los valores de la clase dominante y, por consiguiente, con el Poder.
El falso dilema de la pandemia: economía o salud
La lucha contra la pandemia se ha planteado como un conflicto entre la economía y la salud, lo que viene a ser un conflicto entre el capital y la vida. Las medidas preventivas de confinamiento, cierre de espacios públicos y distanciamiento social, han jugado con un supuesto equilibrio que no ha sido tal, pues ha beneficiado a la economía. Teniendo en cuenta, sobre todo allí donde prolifera la economía informal de calle, que el dilema se planteaba entre hambre o confinamiento. En realidad, considerando, como hace Yayo Herrero, que nuestras economías no pueden aguantar quince días sin actividad y cuando frenan se desploman arrastrando unas a otras, superar la dicotomía capital-vida es imposible sin que cambie el paradigma económico (Padilla y Gullón, 2020).
Por último, la pandemia, como otras situaciones extremas producidas por la naturaleza o por el hombre, falsifica necesidades y falsifica demandas en la atención a la salud mental, como ya he referido antes, pero por mucho que el profesional sepa que es un fallo social, un malestar que tiene que solucionarse desde lo social, en buena parte de los casos, ante la falta de respuestas institucionales y colectivas, tendrá que hacerse cargo y mitigar el sufrimiento con un remedio o trato consciente de ser un apaño. Queda, con todo, el planteamiento terapéutico que ayude a reconocer cómo se ha llegado al malestar y de qué forma se ha contribuido a su desarrollo, desde la pasividad o la actuación. La terapia, entonces, será el apoyo a hacerse responsable de lo que le sucede. Será la toma de conciencia de la situación la que dotará de sentido al sufrimiento psíquico. Extrapolando un planteamiento de acción política del psiquiatra marxista Joseph Gabel, diría que la reificación capitalista despersonaliza a la gente solo en la medida en que sus leyes son aceptadas como si se tratase de leyes naturales, pues al desvelar la falsa conciencia, al hacerse consciente de la situación que causa la alienación, cabe la acción política (Gabel, 1973).
Manuel Desviat es psiquiatra
Notas
1/ La CIE es la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el DSM el Manual Diagnóstico y terapéutico de trastornos mentales (en sus siglas en inglés) de la American Psychiatric Association (APA).
Referencias
Desviat, Manuel (2020) Cohabitar la difererencia. Salud mental en lo común. Madrid: Síntesis.
(2021) “Alienación social y alienación patológica. (I) El contexto sociopolítico”. En Fernando Colina, Manuel Desviat, Francisco Pereña, La razón de la sinrazón. Subjetividad, capitalismo y violencia, Madrid: Enclave.
“Entrevista a Carmen Cañada en tiempos de coronavirus”. http://ladialectika.com/actualidad/2020/04/20/entrevista-a-carmen-canada-en-tiempo-del-coronavirus/
Foucault, Michel (2008) “La crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina”. Rev Cubana Salud Pública, 44. http://www.revsaludpublica.sld.cu/index.php/spu/article/view/1095/1008
Gabel, Joseph (1973) Sociología de la alienación. Buenos Aires: Amorrortu.
Herrero, Yayo (2020) “Prólogo”. En Padilla, Javier y Gullón, Pablo (2020). Epidemiocracia. Madrid: Capitán Swing.