Obesos y famélicos
Raj Patel: Obesos y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial
Fuente: Reseña de «Los libros del lince» Diputación, 327. Pral 1ª. 08009, Barcelona Enlace
Un clásico del análisis del mayor problema alimentario de la humanidad: La brutal desigualdad entre hambre y obesidad. Adjuntamos el prólogo del libro de Raj Patel, editado hace ya más de 10 años pero de plena actualidad.
Texto citado (los destacados son nuestros)
La humanidad produce actualmente más alimentos que en toda su historia, y sin embargo una cifra superior al diez por ciento de la población padece hambre.
El hambre de esos 800 millones de personas ocurre al mismo tiempo que otro récord histórico: mil millones de seres humanos sufren hoy en día sobrepeso.
El hambre y el sobrepeso globales son síntomas de un mismo problema. Es más, el camino que podría conducirnos a erradicar el hambre del mundo serviría de paso para prevenir las epidemias globales de diabetes y afecciones cardíacas, y para hacer frente a un montón de males medioambientales y sociales. Los obesos y los famélicos están vinculados entre sí por las cadenas de producción que llevan los alimentos desde el campo hasta nuestra mesa. Guiadas por su obsesión por los beneficios, las grandes corporaciones que nos venden comida delimitan y constriñen nuestra forma de comer y nuestra manera de pensar sobre la comida. En los puntos de venta de la comida rápida es donde con mayor claridad se ven las actuales limitaciones, pues allí apenas podemos elegir entre el McNugget y el McMuffin. Pero aun cuando creemos encontrarnos lejos del ámbito de Ronald McDonald también hay limitaciones ocultas y sistémicas. Incluso cuando queremos comprar algo sano, algo que nos mantenga alejados del médico, estamos atrapados por el propio sistema que ha creado las «Fast Food Nations» [Países de Comida Rápida, en alusión al libro homónimo de Eric Schlosser]. Intente, por ejemplo, comprar manzanas. En los supermercados de Norteamérica y de Europa, las elecciones están restringidas a media docena de variedades: Fuji, Braeburn, Granny Smith, Golden Delicious y quizá un par más. ¿Por qué éstas? Porque son atractivas: nos gusta su piel lustrada e inmaculada, y tienen un sabor que, para la mayoría del público, es inobjetable; pero también porque soportan ser transportadas a través de largas distancias y su piel no se daña si son sacudidas en el trayecto desde el huerto hasta la góndola; además, toleran las técnicas de lustrado y los compuestos que permiten el transporte y que las mantienen atractivas en los estantes, son fáciles de cosechar y responden bien a los pesticidas y a la producción industrial. Éstas son las razones por las cuales nunca encontraremos manzanas Calville Blanc, Black Oxford, Zabergau Reinette, Kandil Sinap o las antiguas y venerables Rambo en los estantes. No somos nosotros los que elegimos por nuestra cuenta porque, ni siquiera en el súper, no elaboramos nuestro menú a partir de lo que nosotros elegimos, o de la estación o el país en que nos encontramos, ni por la amplísima variedad de manzanas existente, ni por la amplísima gama de alimentos y sabores existentes, sino sometiéndonos al poder de las empresas de la alimentación. Los intereses de las empresas que producen alimentos tienen ramificaciones que van mucho más allá de lo que nos ofrecen los estantes del súper. Son esos intereses lo que huele a podrido en el corazón mismo del sistema alimentario actual. Demostrar que la habilidad sistémica de unos pocos afecta a la salud de la mayoría requiere una investigación global que implica viajar desde los «desiertos verdes» de Brasil hasta la arquitectura de la ciudad contemporánea, y moverse a través de la historia desde la época de los primeros cultivos hasta la batalla de Seattle. Es una pesquisa que descubre las verdaderas causas de las hambrunas en Asia y en África, por qué hay una epidemia mundial de suicidios entre los agricultores, por qué ya no sabemos qué contiene nuestra comida, por qué en Estados Unidos los afroamericanos presentan mayor tendencia al sobrepeso que los norteamericanos blancos, por qué hay vaqueros en el sur de Los Ángeles y cómo el movimiento social más grande del mundo está descubriendo maneras, a mayor o menor escala, de que pensemos y vivamos de un modo distinto respecto a la comida.
La forma de comer alternativa a como lo hacemos actualmente promete solucionar el tema del hambre y las enfermedades relacionadas con la dieta mediante una manera de nutrirnos y de cultivar alimentos ecológicamente sostenible y socialmente justa.
Entender qué problemas plantea el modo en que se cultivan los alimentos y cómo se ingieren también ofrece la clave para una mayor libertad y un camino para recuperar el placer de comer. Tan urgente es la tarea como enorme el premio. En todos los países, las contradicciones entre la obesidad, el hambre, la pobreza y la riqueza se están agudizando cada vez más. Por ejemplo, la India ha destruido millones de toneladas de cereales permitiendo que se pudran en silos mientras que la calidad de los alimentos que comen los indios pobres es la peor desde la independencia, en 1947. En el año 1992, en los mismos pueblos y aldeas donde la malnutrición había comenzado a atacar a las familias más pobres, el gobierno indio permitió que se colaran en su sitema económico, hasta entonces muy protegido, los fabricantes de refrescos extranjeros y multinacionales de la alimentación.
En el plazo de una década, la India ha logrado la mayor concentración de diabéticos del mundo: personas —muy a menudo niños— cuyos cuerpos se han quebrado bajo el peso del consumo excesivo de alimentos inadecuados.
La India no es el único país que padece estos contrastes. Son globales, y están presentes incluso en el país más rico del mundo. En 2005, en Estados Unidos 35,1 millones de personas no sabían si iban a poder pagarse la siguiente comida.1 Y esto coincide con el momento en que hay en Estados Unidos más comida que nunca en su historia, y también mayor número de personas aquejadas por dolencias relacionadas con la alimentación. Resulta fácil acostumbrarse a esta contradicción; su versión cotidiana sólo provoca una desazón pasajera cuando, de camino a los supermercados llenos de comida a reventar, nos cruzamos con carteles que nos hablan de gente «hambrienta» y «sin techo». Hay excusas morales que sirven para calmar a una conciencia atormentada: los pobres tienen hambre porque son perezosos, o los ricos son gordos porque comen alimentos que engordan. Esta clase de sabiduría popular es muy antigua. De alguna forma, todas las culturas han comprendido que nuestros cuerpos son libros contables donde queda registrado el catálogo de nuestros vicios privados. Sin embargo, las frases inculpatorias no nos sirven para comprender las razones por las cuales hemos llegado a una situación inédita en la que hambre, abundancia y obesidad son más compatibles que en toda nuestra historia. La condena moral sólo funcionaría si los afectados hubiesen podido hacer las cosas de forma diferente, si hubiesen tenido opciones.
La prevalencia del hambre y de la obesidad afecta a la gente con demasiada regularidad y en demasiados lugares distintos como para que sean consecuencia de algún defecto personal.
En parte, nuestro juicio yerra de forma tan notable debido a que todavía interpretamos los cuerpos a la manera antiintroducción, sin darnos cuenta de que los tiempos han cambiado. Aunque en algún momento fuese cierta, la suposición de que tener sobrepeso es ser rico ya no es válida: la obesidad no puede explicarse exclusivamente como la maldición de la opulencia individual. Hay rasgos sistémicos que marcan la diferencia. Por ejemplo en México, un país en desarrollo con unos ingresos medios de 6.000 dólares anuales, hay más adolescentes gordos que nunca, aunque el número de mexicanos pobres aumenta.
[Por ejemplo en México] La riqueza individual no explica por qué los hijos de algunas familias son más obesos que otros: el factor crucial no son los ingresos, sino la proximidad con la frontera de Estados Unidos.
Cuanto más cerca viva una familia mexicana de sus vecinos del norte y de sus hábitos de comida procesada rica en grasas y en azúcar, más sobrepeso sufrirán los niños de esa familia.2 Que la geografía tenga tanta importancia desmiente la idea de que la elección personal es la clave para prevenir la obesidad o, del mismo modo, prevenir el hambre. Y sirve para retomar el lamento de Porfirio Díaz, el dictador de México a finales del siglo xix: «¡Pobre México! Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos». Uno de los efectos perversos del modo en que nos llega la comida a la mesa consiste en que ahora existe la posibilidad de que padezcan obesidad personas que carecen de los medios necesarios para comprarse alimentos. Los niños que se crían malnutridos en las favelas de São Paulo, por ejemplo, sufren mayor riesgo de obesidad cuando llegan a adultos. Sus cuerpos, afectados por la pobreza de la niñez, metabolizan y almacenan mal los alimentos, por lo que presentan mayor riesgo de retener como grasa la comida de mala calidad a la que tienen acceso.
A lo largo y ancho del planeta, los pobres no pueden permitirse comer bien, y esto es cierto incluso en el país más rico del mundo: en Estados Unidos son los niños quienes sufren las consecuencias.
Un equipo de investigación indicó recientemente que, si persisten los actuales modelos de consumo, los niños norteamericanos de hoy vivirán cinco años menos, debido a las enfermedades relacionadas con la dieta a las que estarán expuestos en el transcurso de sus vidas. En cuanto consumidores, se nos incita a pensar que un sistema económico basado en la elección individual nos salvará de los males comunes del hambre y la obesidad. Sin embargo, es precisamente la «libertad de elección» la que ha incubado estos males. Aquellos que pueden dirigirse al súper se quedan pasmados ante la posibilidad de escoger entre 14 obesos y famélicos cincuenta marcas de cereales azucarados, media docena de tipos de leche que sabe a tiza, estantes de panes tan saturados de productos químicos que nunca se pudrirán y estantes repletos de productos cuyo ingrediente principal es el azúcar. Por ejemplo,
los niños británicos tienen la posibilidad de escoger entre veintiocho marcas de cereales para el desayuno cuyo marketing está dirigido directamente a ellos. El contenido de azúcar de veintisiete de éstos excede las recomendaciones del gobierno.
Nueve cereales para niños tienen un contenido de azúcar del 40 por ciento. Así pues, no es para nada sorprendente que en Reino Unido el 8,5 por ciento de los niños de seis años y más de uno de cada diez chicos de quince años sean obesos. Y los niveles están aumentando. El ejemplo de los cereales para el desayuno es un signo de un rasgo sistémico más amplio: las corporaciones que producen alimentos tienen todos los incentivos para vender comida sometida a un procesamiento que la hace más rentable, aunque menos nutritiva. Por cierto, esto también explica por qué hay a la venta muchas más variedades de cereales para el desayuno que de manzanas. Nuestras opciones tienen límites naturales. Por ejemplo, la gente está dispuesta a comer un número limitado de frutas, hortalizas y animales disponibles en la naturaleza. Pero incluso en este caso, un poco de publicidad nos puede persuadir a expandir el alcance de nuestras opciones. Pensemos en el kiwi, que hace mucho era conocido como la grosella china: para adecuarse a los prejuicios de la guerra fría la empresa de Nueva Zelanda que lo lanzó al mercado a finales de los años cincuenta le cambió el nombre. Era un sabor con el que nadie se había criado, aunque ahora parece que siempre haya existido. Y mientras agregan lentamente nuevos alimentos naturales a nuestros menús, la industria alimentaria suma todos los años decenas de miles de nuevos productos a los expositores, algunos de los cuales se convierten en elementos indispensables hasta tal punto que, después de una generación, no se puede pensar en vivir sin ellos. Esto es un signo de cuán limitada puede ser nuestra imaginación gastronómica, y también de que no estamos totalmente seguros de cómo, de dónde o por qué ciertos alimentos llegan a nuestra mesa.