Opinión: Salud mental y pandemia

Opinión: Salud mental y pandemia

por Ander Retolaza e Iñaki Markez, Psiquiatras y miembros de Osalde

Tras más de un año de pandemia nos encontramos en un momento clave ante el reto, nunca antes enfrentado, de la vacunación masiva de la población en tiempo acelerado. Se evidencia desconcierto en las personas, pero también en muchas organizaciones. Persisten incertidumbres derivadas de la limitación de nuestros conocimientos sobre el virus SARS-COV-2. Ante ello se hace patente la vulnerabilidad física y mental de las personas y también la fragilidad de las instituciones. Esto último se ha manifestado claramente con el desbordamiento de los sistemas sanitario y sociosanitario, focalizado este último en las residencias de mayores.

 

1.-Las variables presentes

En toda Europa se aprecian los límites del estado de bienestar. En España, quizá de una forma más intensa, se evidencian las carencias de nuestros sistemas de protección, de los recursos humanos y tecnológicos y, también, de programas asistenciales y de algunos métodos de trabajo establecidos. Hay insuficiente inversión en sanidad pública e insuficiente desarrollo del sistema de atención social. Se está actuando tarde y con falta de previsión.

Las carencias están resultando muy caras en lo relativo a salud pública y vigilancia epidemiológica, cuyos dispositivos y personal debieran de ser permanentes y no circunstanciales. Lo que está ocurriendo con el acoso a la Escuela Andaluza de Salud Pública, resulta ejemplar, por lo sangrante, al respecto. Lo anterior incluye una deficiente calidad del sistema de coordinación de los datos sobre la pandemia que dificulta su gestión. Ocurre que la sanidad se ha confundido con un mero sistema de asistencia individualizada, olvidando su carácter preventivo y rehabilitador. Desde hace tiempo se viene observando una especie de separación entre la salud y la sanidad, que ahora estamos sufriendo. Para la mayoría se ha producido un olvido, una especie de ocultamiento de la realidad, referido a que la salud está condicionada por estilos de vida relacionados con determinantes sociales.

También hay que llamar la atención sobre el hecho de que existen otras crisis asociadas: social, económica, climática…, que hacen más graves las carencias estructurales de nuestro sistema de protección, incluida la atención a la salud mental. Insistamos, el transcurso de la pandemia ha hecho evidente la presencia de graves desigualdades y determinantes sociales de salud. Esto nos recuerda que ningún análisis y ningún sistema de atención sea sanitario o social, preventivo, curativo o rehabilitador puede hacerse prescindiendo de esta evidencia aún marginada en nuestros sistemas de apoyo social.

Aparecen grupos vulnerables: ancianos, personas que viven solas, pacientes crónicos y/o con morbilidades de riesgo. Se pone de manifiesto la baja calidad de la salud asociada a la pobreza, las dificultades financieras, la mala calidad y escaso espacio de la vivienda, los trabajos insalubres, la masificación del trasporte público y la discapacidad física y mental. Todos ellos son factores que, de diferentes maneras, están contribuyendo al contagio y extensión de la pandemia. En la misma línea hay que citar el descuido y cierta criminalización de los inmigrantes o de las personas sin hogar, entre las que se conoce de antiguo la alta prevalencia de trastornos mentales y por uso de sustancias. O el agravamiento de la violencia de género asociada al aislamiento en situación de confinamiento. Apenas se han producido acciones específicas para un correcto afrontamiento de la pandemia en estos grupos poblacionales.

Otros colectivos a destacar sobre los que tampoco se ha realizado un trabajo específico son los más jóvenes. En todos ellos (infancia, adolescencia, juventud) han aumentado las demandas en salud mental durante este tiempo. Se han diagnosticado más cuadros de trastornos alimentarios, angustia o problemas afectivos. En la mayor parte de los casos son cuadros derivadas de la situación de confinamiento y limitaciones de movilidad o agrupación. Y, finalmente, hay que considerar a los sanitarios. Un reciente estudio ha puesto de manifiesto que, especialmente las mujeres y los estamentos auxiliares, de más baja cualificación y empleo precario, han presentado mayor frecuencia de problemas de ansiedad, angustia, estrés y trastornos del humor.

 

2.- Consecuencias inmediatas y previsibles

Estamos siendo testigos de un importante ruido mediático y de decisiones políticas incongruentes, poco coordinadas y no siempre adecuadas a las evidencias científicas. En Europa, en España, en nuestras Comunidades Autónomas se aprecian actitudes en exceso cautelosas, muy defensivas y temerosas ante posibles errores por parte de las administraciones y responsables políticos (vacunas, rastreos, confinamientos…). Lo que interesa es vacunar cuanto antes, pero no siempre se actúa en consecuencia. Hay sectores de población que tampoco lo hacen de modo adecuado. Un buen número de investigadores coinciden en que las inmediatas fuentes de estrés vendrán condicionadas por las pérdidas económicas y, en algunos grupos sociales, por el estigma de un posible contacto con el virus.

En el ámbito de la salud mental hay que considerar dos grupos. Los casos nuevos que se han producido, y seguirán haciéndolo durante tiempo, derivados de las consecuencias psicológicas del propio confinamiento. Lo característico es la presencia de síntomas con frecuencia leves, pero disruptivos, como son los temores hipocondríacos, la ansiedad, un humor deprimido o un sentimiento de irrealidad, de vacío y detención del tiempo. También problemas de sueño, duelos irresueltos, síntomas de estrés postraumático (en personas vulnerables y sometidas a vivencias de enorme dureza), somatizaciones con síntomas misceláneos y diversos malestares psicológicos, la mayoría inespecíficos, derivados de adversidades familiares, económicas, laborales etc. asociadas a la pandemia.

Y, en segundo lugar, están los casos de personas que ya antes padecían un trastorno mental y que, con el estrés vivido, pueden ver agravado el mismo, algo que puede ser relevante en pacientes psiquiátricos graves. La experiencia acumulada en los servicios tanto hospitalarios como comunitarios de salud mental señala que los pacientes graves no han precisado más consultas o ingresos de lo habitual ¿Dónde están estos casos graves? La inmensa mayoría en sus domicilios, solos o con sus familias. La condición de aislamiento y dificultad de relación social asociada con los síntomas crónicos, que muchos de ellos padecen, no excluye la posibilidad de que hayan realizado una buena adaptación a la crisis, pero tampoco que puedan manifestar recidivas con posterioridad a la misma.

La mayor parte de los síntomas psicológicos que se están observando en los servicios no resultan (al menos de inicio) etiquetables si manejamos un criterio diagnóstico riguroso. No deben de ser por lo tanto medicalizados, ni siquiera psicologizados. Lo que corresponde es una actitud de vigilancia (“esperar y ver”) por parte de los profesionales de salud mental y, especialmente, de atención primaria. La tarea es la de acompañar, apoyar, aclarar y ubicar los diversos grados de sufrimiento y estrés en el lugar que les corresponde, proporcionando a pacientes y familias instrumentos para abordar, por sus propios medios, los problemas y facilitando su resiliencia. Si se mantiene en el tiempo la vigilancia y las antenas adecuadas, habrá tiempo para diagnosticar y tratar los casos de mala evolución. Hay que evitar convertir el malestar social en patología psiquiátrica. Ya se empiezan a observar mensajes referidos a una ola de trastornos psiquiátricos de gran magnitud, tras la que no es difícil observar el interés de la industria farmacéutica. Hoy por hoy no existen pruebas de tal ola. Incluso se ha publicado con datos rigurosos que la tasa de suicidio no ha aumentado durante los primeros meses de pandemia (The Lancet. Abril, 2021, con datos de 21 países con ingresos altos, medios y bajos).

Claro está que, como se ha observado en otras pandemias y situaciones de confinamiento, es muy posible que tras un lapso de tiempo se produzcan las condiciones para que aumenten la demanda y la patología psiquiátrica. Esto nos obliga a los profesionales a estar disponibles para prevenir, afrontar y tratar a las personas vulnerables. Pero asumiendo que el apoyo emocional cercano proporcionado por familiares y entorno relacional, así como otras iniciativas comunitarias son, cuando existen, las mejores herramientas de cuidado y resolución. Nuestra ciudadanía y nosotros mismos somos más resilientes de lo que muchos medios de comunicación nos dan a entender. Lo más probable es que la mayoría superemos esta pandemia sin padecer especiales problemas psicológicos.

 

3.-Salud mental comunitaria: aprender y apoyar

Las adversidades no se afrontan con psicoterapia, antidepresivos o ansiolíticos. Estas técnicas son útiles (y con limitaciones) para los trastornos mentales establecidos. Las adversidades se afrontan con el apoyo del entorno de las personas y las medidas que gobiernos y administradores sean capaces de arbitrar para atenuar el impacto social y económico de situaciones tan críticas, como lo es la presente pandemia.

Profesionales, sociedad y administradores de lo público estamos obligados a aprender de esta pandemia. Resulta esencial reconocer la vulnerabilidad de cada uno de nosotros como personas, así como la del sistema de convivencia que compartimos. Y también la fragilidad de nuestras instituciones democráticas, con especial énfasis, como hemos señalado, en los sistemas de ayuda y protección social. Quienes estamos convencidos de su relevancia para un futuro mejor, tenemos que intentar crear las condiciones para fortalecer la salud comunitaria. Hay quienes no confían en el lazo social cooperativo, sino solo en una competencia individual descarnada. Estas personas y colectivos son poderosos y, lo estamos viendo, no solo desconfían, sino que menosprecian y maltratan todo que tenga que ver con instituciones públicas y compartidas. Existen fuertes intereses económicos detrás de ellos que nos incitan a la tentación de creer que sólo las intervenciones tecnológicas y económicamente productivas rinden fruto también en el campo de la salud. Nosotros sabemos que la insistencia en medicalizar y psiquiatrizar todo malestar psicológico y los problemas de la vida no solo deja irresueltos los malestares de las personas, sino que los agrava, porque les hace inhibirse de ser actores de sus propias vidas y buscar por sí mismos la manera de afrontar y superar las vicisitudes de las mismas. También es más caro para los países.

Es el momento de exigir el fortalecimiento de equipos sanitarios y sociales, especialmente la atención primaria y ese amplio campo de lo sociosanitario. La actual crisis nos ha colocado frente a una ventana de oportunidad que no durará indefinidamente. En nuestro país la Salud mental está infradotada y tiene una presencia muy desigual entre los diversos territorios y Comunidades Autónomas. No sólo necesitamos mayor inversión, sino también conocer qué porcentaje del gasto sanitario se dedica a la salud mental. No se trata solo de más recursos, sino también de mejor estructuración de servicios, especialmente los comunitarios (los que están fuera de los hospitales), mejor coordinación, mejor organización y formación de todos los sectores profesionales implicados. Y, cuando se necesite para facilitar la accesibilidad, hay que empezar a utilizar nuevas tecnologías que la pandemia ha puesto en nuestras manos. Es el caso de la teleasistencia o la vídeo-consulta, que suponen algo más que una mera llamada telefónica.

Hay que disponer de recursos en las redes sociales, que constituyen una importante ayuda para algunos grupos de población, entre los que están las jóvenes generaciones o las personas que viven en zonas alejadas y desabastecidas de todo tipo de servicios, incluidos los sanitarios. También, como ya lo piden ellos mismos, hay que apoyar este acceso ubicándolo centros públicos para los muchos que, en el presente, están desconectados. Debemos mejorar la calidad de la atención a la salud, incluida la salud mental, sin olvidar potenciar las iniciativas sociales.

Una mejor salud mental precisa de dispositivos de atención psicoterapéutica, inclusión de los usuarios, buena coordinación con asociaciones de familiares y grupos de ayuda mutua con mayor acento comunitario. Nuestras grandes herramientas son la escucha y el acompañamiento, sin despreciar las formas del saber propio de quienes conviven con la angustia y los conflictos. La salud mental empieza por el apoyo afectivo y la cercanía social. No será posible si crece aún más la distancia social y afectiva en nuestro entorno.

Estamos en medio de un escenario complejo y pleno de incertidumbres. Pero también surgen nuevas opciones esperanzadoras con las campañas de vacunación y nuevos tratamientos para las complicaciones clínicas. Será importante dar sentido a lo que pueda venir como son los posibles escenarios de oleadas de diverso cariz. Pero lo que muy pocas veces se ha hecho tan visible como ahora, es la evidencia con la que los determinantes sociales y de género impactan sobre la salud y la enfermedad. De ahí la trascendencia de proponer como ineludible la dimensión social de la psiquiatría y la psicología.

 

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