«Fernanda», por Juan Irigoyen

«Fernanda», por Juan Irigoyen

por Juan Irigoyen¹, ex-profesor de Sociología en la Universidad de Granada

FERNANDA

El desarrollo es un banquete con escasos invitados, aunque sus resplandores engañen, y los platos principales están reservados a las mandíbulas extranjeras.

Eduardo Galeano

Este texto forma parte de la entrada “Emilia y Fernanda. Figuras de la desposesión”, que publiqué el 28 de noviembre pasado.

Fernanda es una mujer peruana, que reside en Madrid y ya no cumplirá los cuarenta años. Nacida en un lugar del norte de Perú, en el área de Trujillo, tuvo una infancia marcada por la pobreza y el maltrato. Se casó muy joven con un hombre que ejerció una violencia terrible contra ella. Tuvo un aborto, un parto fatal, y, por fin, una hija, pero la situación familiar se hizo tan insoportable que se disolvió por sí misma. Su marido emigró y quedó en una situación desvalida. Ella misma terminó en Lima, en donde ejerció trabajos en la economía informal en unas condiciones severísimas de pobreza y marginación. En esta situación, a principios de siglo, fue seducida por las leyendas que circulaban en su entorno acerca de un nuevo Dios: el euro, que eclipsaba a la misma radiante moneda nacional: el Sol. Una unidad de esta moneda mágica representaba la estimulación de la imaginación en un paraíso del bienestar: la nueva España de principios del siglo XXI. Una economía próspera que concitaba la concurrencia de múltiples latinoamericanos.

El viaje a Madrid implica la debilitación, hasta casi la extinción, de los débiles lazos familiares y sociales que tenía en su tierra, y que habían condicionado inapelablemente sus primeros años. La llegada al paraíso implica la asunción de un principio muy duro, en tanto que carece de recursos y relaciones, lo que le lleva a descubrir que el edén de la prosperidad tenía una cara que le asemejaba a una jungla. Tras algún escarceo laboral de semanas, se desplaza a Valladolid a un sórdido trabajo de cuidar a un anciano en condiciones pésimas. Allí confirma que su cuerpo, principalmente sus tetas, su coño, su culo y sus muslos, parecen formar parte del común de los varones, al igual que en sus años peruanos. El anciano ha perdido sus facultades de conversar entre otras, pero conserva la competencia de dirigir sus manos hacia las partes más prominentes de su cuerpo. También su hijo comienza a ejercitarse, primero en las zonas próximas.

Pero su lamentable situación vital es compensada por el fulgor de sus fantasías de terminar ingresando en el club del bienestar. Esa quimera le proporciona la fuerza necesaria para aguantar sus condiciones y hacer del aguardar un arte, en la convicción de que su oportunidad terminará por comparecer. Muy pronto se rompe su vínculo y tiene que regresar a Madrid. Allí consigue un empleo en un taller de costura en condiciones laborales extremadamente duras. Este solo dura pocos meses, hasta que, por fin, encuentra una casa en la que cuidar a niños. Para ella significa una ruptura prometedora, en tanto que su experiencia de cuidar mayores muy deteriorados dificultaba el establecimiento de relaciones que tuvieran componentes afectivos. Las familias de estos dimitían de todas las responsabilidades, que descargaban sobre ella a cambio de muy pocas unidades de la prodigiosa moneda que la hechizó.

Desde entonces ha encadenado varias casas para el cuidado de niños. Las condiciones de este trabajo son manifiestamente penosas. La jornada empieza a las siete de la mañana, hora en que tiene que llegar a la casa, enclavada en barrios de clase media y procedente de su habitación localizada en la periferia, y hacerse cargo de la limpieza, el desayuno, la ropa y el desplazamiento de los niños al cole. Después tiene que regresar para limpiar la casa, hacer la comida y tratar con el conjunto de máquinas domésticas que sirven a tan progresada sociedad. La aspiradora, la lavadora, el friegaplatos, la nevera, la secadora, la máquina de coser y otras que comparecen en las vísperas de la robotización integral del hogar, son sus compañeras durante la solitaria y faenada mañana.

Al mediodía recoge a los niños en el cole. Estos comparecen llenos de energía, cuestión que Fernanda no acierta a comprender, en tanto que el tiempo que estuvo en un aula en su infancia fue muy fugaz. Tras varias horas en las que un niño es inmovilizado en las últimas versiones de lo que se entiende convencionalmente como un pupitre, sale como un cohete para cumplir con las exigencias de su cuerpo sujetado. Una vez llegados a la casa, les da de comer y tiene que vigilar el orden en torno a la máquina de ver cuadrangular hasta que llega la hora de volver al cole. En este entretiempo ella come frugalmente.

La tarde es más tranquila en el breve intervalo entre idas y venidas. Algunos días tiene que llevar a los infantes a alguna de esas actividades que se denominan extraescolares. Tras muchas idas y venidas termina en la casa, casi siempre después de las siete de la tarde, hora en la que converge con los esforzados padres, los cuales le asignan alguna tarea adicional. A las nueve de la noche llega a su casa, que siempre ha sido y es un cuarto con derecho a baño y cocina con sus compañeros de piso. Se duerme mirando una pequeña máquina de ver cuadrangular, de muy pocas pulgadas, que tiene ubicada junto a su cama.

Esta jornada, que casi siempre excede las doce horas, se ve reforzada algunos días, en los que los exitosos padres tienen que acudir a distintas obligaciones sociales. Algún día tiene que estar presente hasta la media noche. Por este trabajo recibe la cantidad mensual de cuatrocientos euros, aunque, en más de una ocasión, ha cobrado menos, en tanto que la mamá le ha comunicado su mala situación económica. Cuatro billetes de cien, u ocho de cincuenta, pero también ochenta billetes de cinco, que pueden favorecer la ensoñación de ser propietaria de muchos billetes. Pero lo peor es que el acuerdo del precio de su trabajo se realiza en un cara a cara en la que tiene todas las de perder.

En estos fatales cara a cara ha aprendido muchas cosas. Pero es pragmática y entiende la injusticia de su retribución enmarcada en una escala de situaciones por las que ha atravesado en su vida. En esta, al menos, no recibe violencia explícita. Pero en esos momentos ha aprendido muy bien las equivalencias entre su situación y ese dicho que reza así: no sirvas a quien sirvió”. Los papás y mamás posmodernos que la emplean se muestran aparentemente cercanos, pero también extraordinariamente tajantes a la hora de acordar la soldada y las condiciones. Su experiencia le ha mostrado que cualquier desavenencia o discusión conduce inevitablemente a la ruptura del vínculo. Es consciente de que es requerida porque es más barata que las españolas.

Su sórdida vida se compensa con los afectos que termina por intercambiar con los peques. Estos agotan su vida afectiva. Ha tenido varias experiencias de amores de fin de semana que alivian a su cuerpo pero no compensan su necesidad imperiosa de ser querida. Por esta razón, cuando su vínculo se rompe en un aciago cara a cara, Fernanda no solo no se lleva finiquito alguno, sino que vuelve a su nicho cotidiano en el que los afectos están ausentes. Tras varios años de sucesivas experiencias ha descubierto la fatalidad de los niños posmodernos, los hijos solos y otras especies de infantes propios de la época, en la que comienza a apuntar el sadismo con los débiles. Su carácter se ha agriado debido a estas relaciones.

Hace dos años su situación ha mejorado sustancialmente, debido a que su hija ha venido a la metrópoli madrileña. Ahora, su dormitorio con derecho a baño y cocina, se encuentra lleno de afecto y de energía, porque la chica trae consigo una energía muy  densa. Ella estudia y trabaja en un súper, y manifiesta un respeto y cariño encomiable a la madre. Se trata de la primera persona en muchos años que no la trata como a una fracasada. La chica se siente con fuerza para escalar en la jungla del capitalismo madrileño. Su presencia invierte la situación de pesimismo. Me conmovió mucho pasear con ellas por el Retiro y contemplar su fusión emocional.

No he querido hacerla daño con mis palabras. He sido muy prudente. Pero no he podido evitar decirle que pienso que su caso ilustra la postcolonialidad. Le pregunté acerca de su interpretación de las palabras de Eduardo Galeano cuando dice que “Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”. Pienso que ella era la (pen) última trastada de Pizarro. Ahora este exceso colonial se reviste de progresismo de salón de papás y mamás con máscaras humanas. Pero la verdad es que Fernanda me parece una persona inscrita en un limbo estadístico y social. Así se configura como un residuo de ese proceso en curso que es la desposesión. Su futuro inmediato es, incluso, peligroso, dada la exacerbación de pasiones inducidas por la gran crisis económica de la Covid.

Fernanda no está incluida en ningún nosotros, y, aún más, tampoco en ninguna nosotras, en tanto que por estos lares y en estos tiempos el feminismo adopta una forma predominantemente nacional y autosatisfecha, con el permiso de Emilia y otras muchas excluidas. En este sentido, no se encuentra incluida en los discursos políticos. Tiene que vivir en esta tierra extraña, y tampoco es factible regresar, como el Melquíades Estrada imaginado por Guillermo Arriaga. Su cuadro vital es tan desolador que ni siquiera le inquieta el comienzo de su declive físico, como a Emilia. El afecto de su hija es su gran tesoro y lo que sostiene su vida. Este tipo de tesoros no corren el riesgo de ser requisados por emprendedores que en esta época reproducen el arquetipo de Don Francisco de Pizarro.

Pasó el confinamiento en la habitación y ahora no tiene trabajo. Pero no es un cuerpo que tenga interés epidemiológico. Supongo que se acrecentará el interés de estos expertos en que ventile su cuarto, pero poco importarán sus viajes en el metro, sus encuentros con múltiples niños, con sus empleadores y en los distintos recados que tiene que realizar. Propongo un ejercicio. Si tiene que cambiarse cada cuatro horas la mascarilla, ¿cuántas mascarillas tiene que utilizar al mes? ¿cuánto dinero supone? y ¿qué porcentaje representa sobre sus ingresos? No sé dónde leí en alguna ocasión las palabras «epidemiología social». Pero, aún y así, nunca olvidaré el día que me presentó a su hija y la forma de caminar juntas cogidas del brazo.

(1) Del blog de Juan Irigoyen. «Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.»

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