Élites contra la Salud Pública

Élites contra la Salud Pública

Trump, cambio climático y refugiados: élites contra la salud pública. Por Bruno Latour. Traducción de David Hammerstein, miembro del Consejo Asesor de NoGracias

Los efectos del cambio climático y la muerte y sufrimiento de millones de refugiados suponen dos de los más graves problemas de salud pública a nivel mundial.

Fuente: nogracias.eu

El negacionismo, aislacionismo y neo-racismo de Trump dejan sola a Europa en la búsqueda de soluciones.

Bruno Latour, uno de los filósofos vivos más importantes, realiza una reflexión sobre los actuales condicionantes ecológicos, políticos y sociales, y critica duramente el papel de unas élites que han decidido abandonar a la humanidad a su suerte

Desde las elecciones estadounidenses de noviembre de 2016, las cosas se han aclarado. Europa está siendo desmembrada: cuenta menos que una avellana en un cascanueces. Y esta vez, ya no puede esperar que los Estados Unidos le ayuden a arreglar nada.

Tal vez sea el momento de reconstruir una Europa unida. No será la misma que se inventó después de la guerra, una Europa basada en el hierro, el carbón y el acero, o la más recientemente construida sobre la ilusoria esperanza de escapar de la historia a través de la estandarización y la moneda única. No.

Si Europa debe reinventarse, es a causa de las graves amenazas a las que se enfrenta: el declive de sus estados -que inventaron la globalización- el cambio climático y la necesidad de albergar a millones de migrantes y refugiados.

Con mucho, el evento más significativo de los últimos años no es el Brexit ni la elección de Donald Trump, sino la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21) de París, donde el 12 de diciembre de 2015, los delegados finalmente llegaron a un acuerdo. Lo significativo no es lo que decidieron los delegados, ni siquiera que este acuerdo pueda tener los efectos buscados (los que niegan el cambio climático en la Casa Blanca y el Senado harán todo lo que puedan para desbaratarlo). No. Lo significativo es que todos los países que firmaron el acuerdo se dieron cuenta de que si seguían adelante con sus planes de modernización individual, este planeta simplemente no sería lo suficientemente grande.

Si ya no hay planeta, ni tierra, ni suelo, ni territorio para las necesidades de globalización económica ¿qué deberíamos hacer entonces? O negamos la existencia del problema ecológico global en el que nos encontramos o buscamos aterrizar y poner los pies en tierra. Esta elección es lo que ahora divide a las personas, mucho más que ser políticamente de derechas o de izquierdas.

Estados Unidos tenía dos opciones después de las elecciones. Podía reconocer el alcance del cambio de las circunstancias ecológicas globales y la enorme magnitud de su responsabilidad y hacerse realista sacando al mundo del abismo, o bien podría hundirse aún más en el negacionismo. Trump parece haber decidido dejar que Estados Unidos siga soñando unos años más y en el camino arrastrar a otros países hacia el abismo.

 Nosotros los europeos no podemos permitirnos soñar. Aun cuando nos estamos dando cuenta de las muchas y diferentes amenazas, no estamos acogiendo en nuestro continente a millones de personas, que a causa del impacto combinado de la guerra, el fracaso de la globalización económica y el cambio climático, son arrojadas (como nosotros, contra nosotros, o con nosotros) a la desesperada búsqueda de una tierra donde ellos y sus hijos tengan alguna esperanza para vivir.

Vamos a tener que vivir juntos con personas que hasta ahora ni han compartido nuestras tradiciones y valores ni nuestra forma de vida ni nuestros ideales, gente que aunque está cerca de nosotros es ajena a nosotros: son terriblemente cercanos y terriblemente extranjeros.

Lo que compartimos con estos pueblos migratorios es que, como ellos, todos estamos privados de Tierra. Nosotros, los viejos europeos, estamos privados porque no hay un segundo planeta para las necesidades expansivas de la globalización económica y en consecuencia deberemos cambiar nuestros modos de vida. Ellos, los futuros europeos, se ven privados porque han tenido que abandonar sus viejas y devastadas tierras y tendrán que aprender a cambiar la forma en que viven.

Este es el nuevo universo en que hemos aterrizado. La alternativa única de pretender que nada ha cambiado es la de retirarse detrás de un muro y continuar promoviendo, con los ojos bien abiertos, el sueño del “estilo de vida estadounidense” (o europeo), sabiendo al mismo tiempo que miles de millones de seres humanos nunca podrán hacerlo.

La mayoría de nuestros conciudadanos niega lo que le está sucediendo a la Tierra, pero entienden perfectamente que la cuestión de los inmigrantes pondrá a prueba todos sus deseos de identidad. Por ahora, alentados por los llamados partidos populistas, tan solo han captado un aspecto de la realidad del daño ecológico: están enviando un gran número de personas no deseadas a través de sus fronteras. De ahí su respuesta: “debemos levantar fronteras firmes para que no nos invadan”. Pero hay otro aspecto de este mismo cambio que no han percibido correctamente: durante mucho tiempo, la nueva situación del cambio climático ha estado barriendo todas las fronteras, exponiéndonos a cada tormenta. Contra tal invasión, no podemos construir muros. La migración y el clima son parte del mismo problema.

Si deseamos defender nuestras identidades, también vamos a tener que identificar a esas masas de migrantes sin estado, que son conocidos como erosión, contaminación, agotamiento de recursos y destrucción del hábitat natural. Podemos sellar nuestras fronteras contra los refugiados humanos, pero nunca se podrá evitar que intenten salir adelante.

Es aquí donde tenemos que introducir una ficción plausible. Las élites ilustradas (que sí que existen) se dieron cuenta después de la década de 1990 de que los peligros resumidos en la palabra “clima” estaban aumentando. Hasta entonces, las relaciones humanas con la Tierra habían sido bastante estables. Era posible tomar un pedazo de la Tierra, asegurar los derechos de propiedad sobre ella, trabajarla, usarla y abusar de ella. La Tierra en sí misma se mantuvo más o menos tranquila. Pero las elites ilustradas pronto comenzaron a acumular evidencias empíricas que sugerían que este estado de cosas no iba a durar mucho. El problema es que, una vez que las élites entendieron que las advertencias de los informes y datos del estado de los sistemas naturales eran correctas, no dedujeron de esta verdad innegable que todo ello les costaría pagarlo caro. En vez de eso, sacaron dos conclusiones, que ahora han llevado a la elección de un señor de desgobierno para la Casa Blanca:

 sí, esta catástrofe ecológica nos obliga a pagar a un alto precio, pero son los otros quienes pagarán, no nosotros. Nosotros continuaremos negando esta verdad innegable.

Si esta ficción plausible es correcta, nos permite entender los procesos de “desregulación” y el “desmantelamiento del estado de bienestar” de la década de 1980; de “negación del cambio climático” de la década de 2000 y, sobre todo, el aumento vertiginoso de la desigualdad en los últimos cuarenta años. Todas estas cosas son parte del mismo fenómeno: las élites se dieron cuenta de que no habría futuro para el mundo y de que necesitaban deshacerse de todas las cargas de la solidaridad lo más rápido posible; de ahí la desregulación. Necesitaban construir una especie de fortaleza dorada para el mínimo porcentaje de gente que lograría avanzar en la vida (lo que nos lleva a una creciente desigualdad) y, para ocultar el egoísmo craso de este vuelco del mundo común, negar completamente la existencia de la amenaza (es decir, negar el cambio climático). Sin esta ficción plausible, no podemos explicar la desigualdad, el escepticismo sobre el cambio climático o la furiosa desregulación.

Voy a recurrir a la metáfora traída del Titanic: las personas de las elites ilustradas ven que la proa se dirige directamente al iceberg, saben que el naufragio es inevitable, agarran los botes salvavidas y piden a la orquesta que toque canciones de cuna para poder hacer una escapada limpia, antes de que las alertas de alarma despierten a las clases más humildes. Desde los rieles del barco, las clases bajas, que ahora están completamente despiertas, pueden ver cómo los botes salvavidas se alejan flotando en la distancia. La orquesta continúa tocando “Más cerca de ti, Dios mío”, pero la música ya no es suficiente para cubrir los aullidos de ira. Y de hecho “rabia” es la palabra para describir la incredulidad y desconcierto que despierta tal traición.

Cuando los analistas políticos intentan captar la situación actual, usan el término “populismo”. Acusan a la “gente común” de complacerse en una visión estrecha, critican sus miedos, su ingenua desconfianza hacia las elites, su mal gusto en la cultura y sobre todo su pasión por la identidad, el folklore, el arcaísmo y las fronteras. Dicen que estas personas carecen de generosidad, de apertura de mente, de racionalidad, no tienen gusto por el riesgo. (¡Ah, ese gusto por el riesgo, predicado por aquellos que están seguros dondequiera que sus millas aéreas les permitan volar!). Este argumentario pretende hacer olvidar que las “élites” traicionaron insensiblemente a la “gente común”, que abandonaron la idea de modernizar el planeta para todos porque sabían, antes que los demás, mejor que los demás, que esta modernización era imposible.

La originalidad de Trump radica en la forma en que reúne, en un solo movimiento e implicando a toda una nación, una loca carrera para obtener el máximo beneficio (los nuevos miembros de su equipo son multimillonarios) y profundizar en las divisiones étnicas, junto con una loca carrera de negación explícita de la situación geológica y climática.

Igual que el fascismo logró combinar los extremos, para sorpresa de los políticos y comentaristas de la época, el trumpismo combina los extremos y engaña al mundo con su esperpento truculento. En lugar de contrastar los dos movimientos, el de avanzar hacia la globalización y el de retroceder hacia al viejo terreno nacional, Trump actúa como si ambas tendencias pudieran fusionarse. Por supuesto, esta fusión solo es posible si se niega la existencia misma de un conflicto entre la modernización, por una parte, y las realidades ecológicas y materiales, por la otra. De ahí el destacado papel del escepticismo sobre el cambio climático, que no puede entenderse sin esta negación del conflicto con los límites de la Tierra. Y es fácil ver el por qué: la total falta de realismo existente entre los que lideran y alientan a millones de miembros de las llamadas clases medias para volver a la ilusoria protección del pasado. Por ahora, este proceso contradictorio entre estado nación y la globalización modernizadora es una forma de permanecer completamente indiferente a la situación geopolítica en la Tierra. Por primera vez, todo un movimiento político ya no afirma que puede enfrentarse seriamente a las realidades geopolíticas; al contrario, se coloca así mismo fuera de cualquier restricción externa y de cualquier límite, por así decirlo. Lo que cuenta por encima de todo es que las élites saben que ya no tendrán que compartir con las masas el mundo.

Es increíble que esta innovación política provenga de un promotor inmobiliario endeudado que ha ido de bancarrota en bancarrota y que se convirtió en una celebridad gracias a los programas de reality TV (otra forma de escapismo). La completa indiferencia hacia los hechos marcaron la campaña electoral de Trump, algo que es simplemente una consecuencia de afirmar que puedes vivir sin haber aterrizado en la realidad. A aquellos que desean regresar al país que una vez conocieron les promete que reencontrarán su pasado (aunque en realidad los está arrastrando hacia un lugar imaginario sin existencia real). Así se entiende que no pueda ser muy exigente sobre las evidencias empíricas.

No tiene sentido enojarse porque los votantes de Trump no crean en los datos; no son estúpidos. La situación es totalmente la contraria: es el hecho de la situación geopolítica general lo que hace que la indiferencia hacia las evidencias se vuelva tan esencial.

Si tuvieran que darse cuenta de la gran contradicción entre la esperanza de la vuelta a la modernización nacional y los límites de la Tierra, tendrían que comenzar a bajar y poner los pies en la realidad. En este sentido, el trumpismo define (por supuesto en negativo) el primer gobierno ecológico.

Y no hace falta decir que la “gente común” no debería tener demasiadas ilusiones acerca de cómo va a resultar esta aventura. No hace falta ser muy brillante para prever que todo terminará en una terrible conflagración. Este es el único paralelismo real con los otros fascismos. El desafío a cumplir está hecho a medida para Europa, ya que es Europa quien inventó la extraña historia de la globalización y luego se convirtió en una de sus víctimas. La historia pertenecerá a los primeros que vuelvan a poner sus pies en una Tierra habitable, a menos que los otros, los soñadores de la antigua realpolitik, finalmente consigan destruir la Tierra para siempre.

Por Bruno Latour. The Great Regression es una colección de ensayos editados por Heinrich Geiselberger que Polity publicará el próximo mes.

Traducido por David Hammerstein, miembro del Consejo Asesor de NoGracias

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